-Me gusta la forma en que me miras-, no era la primera vez que alguien emitía un cumplido a sus ojos, ella lo miraba con una mezcla de alegría y cansancio que a él debía parecerle algo embriagante. Lucía tenía los ojos grandes y negros, siempre profundos, siempre serenos, poco expresivos, por ello era simplemente fascinante contemplar una mirada de extrañeza en sus ojos, o una de enojo, o una que denotara algo en particular.
Esa mirada de alegría era la primera que verían sus ojos, él debía disfrutarla hasta que se apagara entre su rostro duro y su piel de caoba. Esa noche habían trabajado tiempo extra en la fábrica de tela, hacía ya dos años que vivían juntos y nunca habían estado tan tarde solos en la calle, pero lo más asombroso, ella nunca lo había contemplado así.
Rodolfo tomó su mano, temeroso de que ella lo rechazara, ella no lo hizo y así caminaron un par de cuadras.
-habríamos de caminar hasta la casa-
-Lucía, son más de veinte cuadras y ya es tarde-
-tengo ganas de caminar… contigo-
Sus palabras parecían salidas de un cuento de hadas que desde la infancia, la vida tenía la deuda de contarle, él estrechó su mano y alentó el paso para que ese momento no se acabara tan pronto, ella solo caminaba con la mirada inexpresiva clavada en la neblina de la madrugada.
Rodolfo había sido el niño que sostenía su caja de chicles mientras otros niños jugaban con sus trompos, había sido también el adolescente que limpiaba parabrisas de jóvenes que paseaban a sus novias en autos lujosos.
Ahora era un obrero trabajando tiempo extra para una mujer que había conocido una tarde en una cantina y la que un día sin más ni más le pidió que vivieran juntos, una mujer con la que dormía todas las noches desde hace dos años pero a la que no había visto sonreír jamás.
La luna estaba oculta y la madrugada estaba aun oscura, llegaron a la vivienda que habitaban, él abrió la puerta pero ella se quedó parada en la entrada con los ojos de madera fijos en las pupilas de Rodolfo, y entonces le sonrió, no con los labios porque su rostro seguía inmóvil pero sus ojos eran capaces de decirle lo que ni todas las palabras podrían haberle explicado: se sentía feliz.
Él la abrazo sin que ella se moviera, acto seguido se metieron a la casa, ella preparó café y se quedaron sentados frente a frente sonriéndose sólo con los ojos sin importar que cuando fuera de día tendrían que trabajar.
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