Friday, September 05, 2014

Tía Mariela

Lunes. En un 28 de julio César cayó en cuenta que se había convertido en padre, no sólo era eso, Antonia había caído rendida tras una batalla que en algún momento él pensó que no resistiría. La vio más bella que de costumbre, quizá porque estaba indefensa y no podía reclamarle cosas, no podían discutir, estaba ahí tendida en una cama de un sanatorio que no sabía cómo pagarían.

En el cuarto contiguo una señora lloraba, Rubén, su esposo, acababa de morir. 28 años después Antonia seguiría pensando que a su hija se le había asignado el alma de Rubén por haberse ido él justo cuando nació Viridiana.

Cuando despertó, lo primero que sintió fue un calambre que empezaba en su vientre y terminaba muy arriba, en la espalda. Mariela, esposa de Rubén, fue la única que escuchó su queja, llamó al médico y guardó su dolor para consolar a esa mujer que sintió la muerte de cerca y tuvo miedo de no haber visto a su hija más que una sola vez.

Se trataba de un efecto secundario de la anestesia, las enfermeras le pedían que no se volviera a dormir, que pensara en su hija. Mariela, en silencio, deseaba haberle dicho a Rubén que por favor no se durmiera, que pensara en sus hijos.

César cayó en una especie de letargo, entre la cuenta del hospital, las complicaciones post parto y el hecho de que Viridiana tenía ictericia e iba a necesitar varios días de hospitalización en una encubadora, no supo qué hacer, no quería hablar.

Antonia es conversadora por excelencia, al no poder platicar con el padre de su hija no dudó en agradecer a Mariela que hubiera llamado a los doctores.

Mariela le contó de Rubén, sólo estaba esperando a que liberaran el cuerpo, ella es de Acapulco, vinieron a la ciudad por el trabajo de él, pero ahora se había ido por una apendicitis que no se trató a tiempo. Estaba sola en una ciudad extraña, con sus hijos y su familia muy lejos.

Las dos mujeres se quedaron largo rato charlando, Viridiana iba a llamarse Natalia porque César así lo quería, pero Mariela convenció a Antonia que si lo que ella quería era que su hija tuviera un nombre que sonara como cascabeles entonces le pusiera Viridiana y se dejara de cosas.

Un hombre enlutado se acercó a Mariela para ofrecerle los servicios de transporte pertinentes para trasladar a Rubén a Acapulco.

 Mariela se ausentó un par de horas mientras Antonia miraba a su hija a través de dos cristales: el del cunero y el de la encubadora, fue justo ahí cuando Antonia supo que su hija tenía el alma de aquel extraño, pues había muerto de algo intestinal y justo su hija tenía un daño en las vísceras, estaba roja, como si le hubieran echado mertiolate, nunca entendió por qué los doctores se empeñaban en decir que estaba amarilla.

Para cuando Mariela volvió traía una caja con un pequeño pastel de fresas con dos cucharas, le había caído toda la tristeza encima por la muerte de Rubén y quiso ahuyentar esa tristeza con el postre favorito de su esposo, adicionalmente, había tenido que pagar un cheque enorme porque el traslado a Acapulco se cobra más caro si el origen es la colonia Roma.

Mientras pagaba vio a un hombre afligido al escuchar que si quería que su hija siguiera recibiendo fototerapia tenía que desembolsar tres millones de pesos, el equivalente en ese entonces a un par de meses de sueldo, preguntó por créditos y sólo encontró una risa burlona en la administradora, que le recomendó no esperar y moverse para ver si podían trasladar a la niña a una clínica de seguridad social.

Mariela escribió un segundo cheque por los tres millones de pesos, “es un regalo para Viridiana…” , le dijo, con ello, selló para siempre su nombre. 

Antonia y Mariela se comieron el pastel de fresas a escondidas en la habitación, después se despidió. Han pasado 28 pasteles de cumpleaños de fresa desde aquel día, Viridiana eventualmente se puso de color normal y no ha vuelto a padecer del hígado, pero tiene pavor a la palabra apendicitis, hasta el momento, tiene la duda si en su otra vida se llamó Rubén.

Friday, January 04, 2013

Mar


Las vías no rugían como en los trenes viejos, pero, de alguna manera, subir al tren suburbano despierta en Juan un poco de nostalgia. Su recorrido es únicamente de la estación San Rafael a Tultitlán, pero siempre recuerda cuando era pequeño y esperaba a su padre en la estación Buenavista.
Para Alberto, el Suburbano es un capítulo importante del día, no es como despertar al lado de Mariana, o pasar nueve horas frente a la máquina de cortar discos de poliuretano, es un momento para sentirse feliz.
A las siete de la noche, todas las estaciones se convierten en mares, el tren llega y arroja una ola de gente que lleva mucha prisa y al irse quedan sólo unos cuantos que caminan lento en los andenes.
Alberto y Juan llegan siempre en el momento justo para ver el rompimiento de la ola desde la escalera, es una danza ensayada, la gente sube con prisa pero sin acelerar el paso, Juan y Alberto se quedan en un costado de la escalera y sus manos se tocan ligeramente.
Es como un golpe de rayo. Dicen que los rayos no caen, salen del suelo, que son energía que se conecta a objetos que ya de entrada tienen una sobrecarga, Alberto y Juan se convierten en un pararrayos.
La regla es siempre dejar pasar uno o dos trenes antes de abordar, la plática inicia siempre con algún incidente en la fábrica, algo trivial que los permita ver como el otro mueve los labios.
Suben al tren y la marea de gente los rodea, se acercan el uno al otro y siguen hablando de la fábrica o de lo que deben traerle los reyes magos a los hijos.
Los siete minutos que dura el recorrido es un momento en que se sumergen en la plática, en tratar de reconocer el aroma del otro, llevan cinco años trabajando en el mismo lugar y aunque ha habido otras oportunidades, ninguno ha podido cambiar de empleo.
También hay otras formas más directas de llegar a casa, el tren hace siete minutos de la parada de origen a la de destino pero después ambos deben tomar transportes distintos que implican media hora de recorrido a casa, el mismo tiempo que harían si ambos tomaran cada quien camiones diferentes que pasan afuera de la fábrica.

Thursday, April 15, 2010

Las heridas se vuelven cicatrices

Como si se tratara de cualquier otro día, en su primer aniversario de matrimonio Brandon se vistió sin hacer ruido para no despertar a Ana, se perfumó frente al espejo sin siquiera echar un vistazo y salió de prisa a la oficina aun cuando había tiempo de sobra para llegar.

Eran las cinco de la tarde, en San José aún hacía un calor delicioso para pasear por la plaza, pero el aire acondicionado de su oficina hacía que pasar saliva se convirtiera en una tarea difícil, él no lo sabía pero los informes de ventas y las interminables llamadas a los proveedores no lo habían dejado darse cuenta que tenía una terrible infección en la garganta.

Llamó a Silvia y le pidió un vaso con agua tibia. Miraba detenidamente la pantalla y no se percató que la voz al otro lado del teléfono no era la de su asistente de 60 años.

Una joven entró a la oficina con una charola y el vaso de agua, tenía la piel radiante, fresca usaba un vestido que le quedaba considerablemente grande, a leguas se notaba que era de una talla errónea, le llegaba un poco por encima de las rodillas que tenían unas marcadas cicatrices.

Brandon se sorprendió, primero porque esperaba el reclamo de Silvia por no haber pedido aún nada para comer y luego porque la chica en el marco de la puerta le resultaba familiar.

Recordó su viaje a México, la sonrisa de Virginia y sus rodillas con cicatrices.

“Creo que siempre fui la niña que corría sin miedo a caerse”, le dijo ella por primera vez cuando lo conoció.

Trataba de hacerle la plática en el avión mientras lo ignoraba categóricamente; cuando él se quedo callado y empezó a prestar atención en sus rodillas, ella soltó la frase para romper el hielo.

No se separarían en la semana siguiente. Todo era producto de una casualidad, él iba la ciudad de México de trabajo y había tenido que cambiar de avión en Tuxtla, donde ella tomó el avión de regreso de una práctica escolar.

Nunca se juraron amor eterno, ni hubo promesas para hacer una vida juntos, pero había implícito el compromiso de encontrarse nuevamente para no volver a separarse.

Cuando el viaje de Brandon terminó, ella se quedó llorando en el aeropuerto durante horas y él regresó a San José.

La mujer en la oficina dijo ser la hija menor de Silvia, supliría a su madre porque ésta se había caído y tenía un brazo lastimado. Brandon preguntó por las cicatrices y ella pareció enfadarse, contestó con una mueca y un par de palabras entrecortadas “cosas de la infancia”, en eso no se parecía a Virginia.

Hacía dos años que el teléfono había sonado en una tarde como esa, era una voz con un acento inolvidable, “¿qué me dirías si te digo que estoy en San José?”.

Fue por ella al aeropuerto, no podía creer que hubiera viajado tres mil kilómetros sólo para verlo.

Por su maleta liviana supo que no se quedaría mucho tiempo, no le importó, la tomó entre sus brazos y la llevó a su casa donde pasaron toda la noche abrazados, platicando con la piel y los suspiros, reconociéndose sin decir palabras.

La llevó a conocer el país, caminaron entre nubes en el Poas, bebieron interminables tazas de café en las fincas de cultivo orgánico, pasearon por la playa y comieron gallo pinto hasta hartarse.

Platicaban sin decir nada relevante, ella no mencionó que había abandonado su carrera y no sabía si se quedaría, él no se preocupó por ponerla al tanto de la relación que había iniciado con Ana.

Luego de un año sin saber nada uno del otro llegó la pregunta inevitable: “¿y… ya te conseguiste una novia?”.

Él nunca había dicho mentiras, era un hombre del campo al que no le gustaba decir nada que no fuera cierto, algunas veces cometía omisiones, pero no podía evadir una interrogante tan directa.

A Virginia se le llenaron los ojos de lágrimas que se negaban a soltársele de entre las pestañas. Brandon alegó que había pasado mucho tiempo, que su trabajo era muy absorbente, que Ana era una persona muy parecida a él, que México siempre quedaría muy lejos y lo había devorado la duda sobre si algún día uno de los dos podría dejarlo todo.

“Usted no lo dejaría todo por mi, esa maleta no pesa, no trae ahí sus recuerdos ni sus ganas de quedarse acá, ¿usted cree que lo de nosotros iba a durar por siempre?”

Ella se quedó callada toda la tarde, como asaltada por un susto que no se le quitaba de la cara, por la noche le pidió que la llevara de regreso al aeropuerto, no quería verlo más.

Antes de bajar del coche Virginia contestó que si, que todo el tiempo había esperado que su relación durara por siempre, lo dijo desde el alma con un grito ahogado que apenas se escuchó. Brandon sabía que tenía razón, lo supo en ese momento y lo supo un par de años después cuando se sorprendió extrañando su risa y sus cicatrices en las rodillas.

Monday, August 24, 2009

NO MIRES!

La mujer viste a Jacqueline con minifalda rosa, blusa blanca de tirantitos y zapatos con diamantina plateada, cualquiera diría que es una corista pero su mirada tierna y sus rodillas regordetas la delatan, sólo tiene 4 años.

Es tarde, la mujer carga bolsas llenas de mercancía para vender.

Jacqueline es de piel de leche y cabello rubio, tiene chapitas y le gusta sonreír, tiene la mirada despierta, los ojos claros.

La mujer tiene piel de canela, es más bien gordita, con pasos pesados y rostro cansado.

El vagón va lleno, una señora se levanta de su asiento, Jacqueline corre, se sube como si tratara de escalar una montaña, logra sentarse con dificultad.

Su madre de bronce la mira, piensa que le duelen las piernas, piensa que Jacqueline es muy grande ya para cargarla, se sostiene del tubo, se recarga, la temperatura pareciera convertirla en un gran trozo de chocolate que se derrite con el contacto.

Al otro lado del vagón una niña de mirada ausente sostiene una muñeca de pelo rizado y rubio, Jacqueline no puede dejar de verla, a su lado se desocupa un asiento, Jacqueline hace por bajarse para cambiar de lugar, su madre le hace señas de que permanezca sentada.

La mujer arrastra las bolsas y se sienta, van a dar las tres, van hasta la terminal observatorio, faltarán diez minutos a lo menos, los párpados le pesan, cierra los ojos.

Jacqueline no puede dejar de ver la muñeca, pierde atención a la pequeña bolsa que trae sobre el regazo, la pone a un lado y abre ligeramente sus piernas tiernas.

El hombre de enfrente no puede dejar de mirarla, imagina su tenue respiración y la humedad que despiden sus poros por el calor en el vagón. Frunce el seño cada vez que el vagón se llena, sonríe cuando queda semi vacío.

La anciana al lado de Jacqueline se da cuenta, no dice nada, se enoja porque las miradas del hombre hacen pesado el ambiente; pero tiene miedo, la gente en estos tiempos está muy loca, regresa a su lectura, en el encabezado del diario: ¨mujer prostituía a su hija de cuatro años¨.

Jacqueline tiene calor, se sujeta el pelo con una liga con estrellas, en la maniobra resbalan los pequeños tirantes blancos dejándole los hombros descubiertos, el hombre al otro lado se muerde los labios.

No deja de mirarla, no deja de tratar de imaginar el aroma de sus cabellos rubios, como los de la muñeca de la niña con mirada ausente.

Suena el timbre para cerrar las puertas, están en Chapultepec, el hombre debía bajar en Sevilla, reacciona, se levanta de su asiento, ¨vamos hija¨, toma a la niña de mirada triste y baja del tren, se cierran las puertas, Jacqueline agita su mano y se despide de la muñeca, la niña la mira desde afuera mientras el hombre la sujeta de la mano.

Friday, May 15, 2009

En Contacto

…y esa canción estuvo dedicada con mucho cariño para la señora Lucía Domínguez de parte de su hija Aurorita que la felicita mucho por su cumpleaños. Ahora vamos a ver quien está en la línea. Muy buenos días…

- Buenos días Gerardo

Dinos rápidamente tu nombre y a quién quieres que contactemos aquí en tu programa “Derribando Fronteras”

- Bueno Gerardo, soy la señora Angelina Hernández, llamaba para ver si puedes llamar a mi esposo, el señor Miguel Ángel Cuevas que está trabajando en Ontario, Canadá.

Claro que si, con mucho gusto, pero, cuéntanos Angelina, ¿cuánto tiempo lleva tu esposo por allá?

- Se fue hace siete años y hoy es su cumpleaños

A pues muy bien tengo aquí su teléfono y vamos a marcar, 01 ….hay algunos problemas con la línea, vamos a esperar un par de minutos para volverlo a intentar, pero cuéntanos, ¿a qué se dedica tu esposo en Canadá?.

- Está en la construcción, sólo que hace ya como tres meses que no sabemos de él, yo creo que tiene mucho trabajo

Seguramente, nuestros paisanos trabajan muy duro y luego no hay tiempo o están en condiciones que no pueden comunicarse, cuéntame Angelina tienes hijos

- Si, tenemos tres hijos, uno ya grande de 23 años que está estudiando la universidad y dos chiquitos de 12 que están por salir de la primaria, también para eso quiero hablar con él para ver si va a venir a la fiesta de salida…

Ya está llamando ahora si, vamos a ver si nos contesta allá en Ontario, Canadá….

- Hello

Hola muy buenos días, estamos llamando de México del programa “Derribando Fronteras”, mi nombre es Gerardo Montes, ¿habla usted español?

- Ah si, buenos días

Fuera tan amable de comunicarme por favor con el señor Miguel Ángel Cuevas

- Si permítame… hijo, ve y dile a tu papá que le llaman por teléfono de México, córrele

Friday, January 23, 2009

Itinerante

Con ganas de decir “Mira, estoy haciendo lo que recomendaste, ahora… ¿podemos ser amigos?”, y entonces suena el despertador y son las 4:47, y ya me dormí más de la cuenta, el trabajo, de diario.


Dormir unos 15 minutos más en el camión, sortear el metro sin gente y correr en los andenes, caminar pausado por la calle oscura esperando que sea un barrio tranquilo.


Cinco, diez, veinte minutos tarde, enciende, graba, escribe, pronto, llegaron todos, hora de esto, hora de lo otro. Si tienes suerte sales, si no, también; si no hay suerte, te quedas o vas a cubrir algo deprimente.


Se acerca la hora y has bebido mucha agua, subes, bajas, sonríes y dices adiós “en la calle hay un borracho pero… ¿a quién le importa?”, el metro tiene gente, niña te mira feo porque vas sentada, hombre patán te mira porque vas parada.


Camión, vuelves a dormir, calle, caminas, gente desconocida, barrio ajeno donde duermes, casa, el sillón, frío, comida, tele, dormir.


“Si, ya podemos ser amigos”, te da la mano, es bueno sentir calor sincero, es bueno ya no querer y tener cariño al mismo tiempo, “vamos a caminar por ahí a ver algo nuevo, vamos a platicar, vamos a beber …” y otra vez el celular vibrando sobre la cómoda, son las 4:15, aún puedes dormir 5 minutos más, “¿dónde estás?”, las 4:50, es tarde, al trabajo!!!.

Friday, December 05, 2008

Un adolescente

Final alterno para el cuento homónimo de Orgambide
... como hipnotizados, sus padres miraban la pantalla. Raúl miraba sin ver; veía la colina verde frente al río, el vestido rojo de Amelia y las palomas, olvidó las imágenes de sus padres en ese momento, en un instante, su padre volvió a ser el mismo hombre que aún cuando contemplaba la televisión como enajenado tenía mirada de sabio.
Su madre esbozaba una sonrisa igual a la de cuando era niño y limpiaba las heridas de sus rodillas ocasionadas por saltar desde algún columpio en movimiento.
Quería regresar a ese tiempo, donde todo era juego y la vida transcurría lenta, el día se multiplicaba y se medía en eternas batallas con bombas de lodo en el patio trasero. Batallas sencillas, era más simple vencer a sus compañeros de juego que a una mujer enfundada en un vestido rojo recorriéndole el cuerpo con las manos heladas.
Se vio a sí mismo de pie en esa habitación a media luz, Amelia, con su mirada adormilada y la piel fría trataba de encender esa parte de su cuerpo que algunas noches lo despertaba inundado en medio de sudores helados y respiraciones hirvientes.
No sucedía nada, Amelía trató de acariciarlo de maneras vulgares, repentinas e incluso tiernas, pero Raúl permanecía de pie, su cuerpo no reaccionaba al contacto de la mujer, sus mejillas comenzaron a sonrojarse y un sudor tímido se le asomaba por la frente.
Ella cambió de táctica, lo desnudó y acto seguido se desprendió del vestido rojo; Raúl, muy nervioso para disfrutar el momento, se echó a llorar, se sentó en la cama y abrazó las almohadas de satín blanco.
La desnudez había proveído a Amelia de un aspecto cálido, Raúl notó en su piel los estragos del tiempo, los pechos un tanto flácidos, distintos a los de las mujeres de las revistas, las piernas con líneas que reconocía sólo de la imagen de su madre bañándolo en la regadera a los cuatro años.
Amelia se recostó junto a él y comenzó a acariciarlo, no con el ánimo de encender su deseo de escolapio reprimido, sino de calmar la impotencia que el cuerpo desnudo de Raúl transpiraba por los poros.
Una vez que se calmó se levantó de la cama, se miró en el espejo frente y la impotencia le regresó, la imagen que contemplaba de frente no era la de un hombre avergonzado de no disfrutar del cuerpo de una mujer, había un niño.
Mientras recordaba esos momentos cayó en cuenta: no estaba listo para irse de casa, no porque no pudiera mantenerse sólo, sino porque simplemente no quería, descubrió que ese niño que lo miraba al otro lado del espejo era él mismo aunque con ropa pareciera ya un hombre.
Raúl entendió que seguía sin saber cuándo se convertiría en adulto, pero tenía muy claro que no tenía prisa.