Saturday, March 01, 2008

Silencio

El pueblo de Tetepango en el estado de Hidalgo recibe a los extraños con un aspecto de lugar tranquilo, casas pequeñas con grandes ventanas desde donde se asoman mujeres de todas las edades, los hombres, están fuera trabajando, quizá en la cementera de Tula, en la planta embotelladora de refrescos, o conduciendo un taxi de Ajacuba a Tlaxcoapan, nadie para en Tetepango, es un pueblo de mujeres calladas con el cuerpo envuelto en rebozos.

La muerta se llama Marina Gómez, aparentemente tiene entre 20 y 25 años, tez morena complexión delgada, y diferentes hematomas en el rostro, brazos, piernas, torso y espalda, en pocas palabras, esta muy golpeada.

Desde afuera su marido escucha medio aturdido aun por el alcohol, su madre lo sostiene del brazo con la mirada de hierro clavada en la mujer que se encuentra tendida en la cama y que, para su opinión, está siendo ultrajada por un par de desconocidos.

Para su suegra, ella nunca dejó de ser una loca, llegada de quién sabe donde, le parecía que la única misión en la vida de esa mujer era hacer enojar a su pobre muchacho, esa mujer no servía para esposa de su Juan, no sabía moler el nixtamal ni matar a los puercos, a lo mejor todo eso no habría tenido importancia si siquiera hubiera sabido quedarse callada aguantando los golpes, no entendía la muy ladina que una buena esposa se aguanta la chilladera mientras al marido se le pasa el coraje, o lo borracho.

Los gritos se escuchaban hasta la casa de vacaciones del doctor Rosas, la única casa con alberca en Tetepango, y la única de donde los niños pueden cortar los garambullos que salen de entre su reja. Esa tarde, el doctor estaba acomodando sus maletas en el auto de su cuñado, un judicial de la capital que fue quién lanzó la voz de alerta a las autoridades y solicitó que enviaran al ministerio público de Tula.

Los gritos se silenciaron antes de que llegara la patrulla, por órdenes del cuñado del doctor había que esperar al ministerio público y mantener al sospechoso detenido, pero el judicial no podía quedarse, debía regresar a México. Entonces el marido de Marina se quedó en compañía del patrullero quien era su compañero de borrachera, juntos esperaron a las gentes esas que el judicial de la capital les había dicho.

El viaje es tedioso desde el centro de Tula hasta Tetepango, poco más de una hora, la mitad en terracería. El ministerio público y el asistente del Servicio Médico Forense de Tula recogen sus cosas y levantan el informe detallando el aspecto de la occisa y especificando la causa de la muerte: “muerte natural”.

El Forense sacude la cabeza mientras abandona la casa de Marina, cae en cuenta de que, a diferencia de otros fallecimientos de atropellados, o de borrachos en cantinas que le ha tocado reportar, la mujer había muerto en su casa, no seguiría el incómodo trámite de avisar a la familia porque probablemente ella había muerto a manos de su propio esposo, frente a su suegra.

“Ya estuvo”, El ministerio público le da una palmada en la espalda al marido de la occisa, arroja las llaves al joven aprendiz de médico y sube a su Dodge 76 negro que se encuentra cubierto por una sábana delgada de polvo, el forense sube al auto desconcertado, su copiloto le dirige unas palabras para que entienda la situación “así es esta gente, cosas como éstas no son raras en este pueblo”.

El camino de entrada a Tetepango es muy accidentado como para recorrerlo de vuelta, los extraños no se explican por qué la gente no utiliza el otro camino que corre circundando el cerro, el joven médico forense lo entiende cuando se percata de que el sendero rodea el cementerio del pueblo, muchas tumbas para un pueblo tan pequeño, desde el auto se alcanzan a ver unas cruces frescas, recién colocadas con leyendas similares “En Memoria de la señora Luchita Jiménez, Recuerdo amoroso de sus hijos y esposo (1986-2006)”.