Lunes. En un 28 de julio César cayó en cuenta que se había convertido en padre, no sólo era eso, Antonia había caído rendida tras una batalla que en algún momento él pensó que no resistiría. La vio más bella que de costumbre, quizá porque estaba indefensa y no podía reclamarle cosas, no podían discutir, estaba ahí tendida en una cama de un sanatorio que no sabía cómo pagarían.
En el cuarto contiguo una señora lloraba, Rubén, su esposo, acababa de morir. 28 años después Antonia seguiría pensando que a su hija se le había asignado el alma de Rubén por haberse ido él justo cuando nació Viridiana.
Cuando despertó, lo primero que sintió fue un calambre que empezaba en su vientre y terminaba muy arriba, en la espalda. Mariela, esposa de Rubén, fue la única que escuchó su queja, llamó al médico y guardó su dolor para consolar a esa mujer que sintió la muerte de cerca y tuvo miedo de no haber visto a su hija más que una sola vez.
Se trataba de un efecto secundario de la anestesia, las enfermeras le pedían que no se volviera a dormir, que pensara en su hija. Mariela, en silencio, deseaba haberle dicho a Rubén que por favor no se durmiera, que pensara en sus hijos.
César cayó en una especie de letargo, entre la cuenta del hospital, las complicaciones post parto y el hecho de que Viridiana tenía ictericia e iba a necesitar varios días de hospitalización en una encubadora, no supo qué hacer, no quería hablar.
Antonia es conversadora por excelencia, al no poder platicar con el padre de su hija no dudó en agradecer a Mariela que hubiera llamado a los doctores.
Mariela le contó de Rubén, sólo estaba esperando a que liberaran el cuerpo, ella es de Acapulco, vinieron a la ciudad por el trabajo de él, pero ahora se había ido por una apendicitis que no se trató a tiempo. Estaba sola en una ciudad extraña, con sus hijos y su familia muy lejos.
Las dos mujeres se quedaron largo rato charlando, Viridiana iba a llamarse Natalia porque César así lo quería, pero Mariela convenció a Antonia que si lo que ella quería era que su hija tuviera un nombre que sonara como cascabeles entonces le pusiera Viridiana y se dejara de cosas.
Un hombre enlutado se acercó a Mariela para ofrecerle los servicios de transporte pertinentes para trasladar a Rubén a Acapulco.
Mariela se ausentó un par de horas mientras Antonia miraba a su hija a través de dos cristales: el del cunero y el de la encubadora, fue justo ahí cuando Antonia supo que su hija tenía el alma de aquel extraño, pues había muerto de algo intestinal y justo su hija tenía un daño en las vísceras, estaba roja, como si le hubieran echado mertiolate, nunca entendió por qué los doctores se empeñaban en decir que estaba amarilla.
Para cuando Mariela volvió traía una caja con un pequeño pastel de fresas con dos cucharas, le había caído toda la tristeza encima por la muerte de Rubén y quiso ahuyentar esa tristeza con el postre favorito de su esposo, adicionalmente, había tenido que pagar un cheque enorme porque el traslado a Acapulco se cobra más caro si el origen es la colonia Roma.
Mientras pagaba vio a un hombre afligido al escuchar que si quería que su hija siguiera recibiendo fototerapia tenía que desembolsar tres millones de pesos, el equivalente en ese entonces a un par de meses de sueldo, preguntó por créditos y sólo encontró una risa burlona en la administradora, que le recomendó no esperar y moverse para ver si podían trasladar a la niña a una clínica de seguridad social.
Mariela escribió un segundo cheque por los tres millones de pesos, “es un regalo para Viridiana…” , le dijo, con ello, selló para siempre su nombre.
Antonia y Mariela se comieron el pastel de fresas a escondidas en la habitación, después se despidió. Han pasado 28 pasteles de cumpleaños de fresa desde aquel día, Viridiana eventualmente se puso de color normal y no ha vuelto a padecer del hígado, pero tiene pavor a la palabra apendicitis, hasta el momento, tiene la duda si en su otra vida se llamó Rubén.